lunes, 19 de octubre de 2009

La Cumbre...


Gritar.

Hay veces en que uno quisiera convertirse en un lamento muy largo, inacabable.



Subir a la cumbre, ahí donde pega el aire, donde se está más cerca de Dios, y sólo gritar.


Ser un aullido entero, ni hombre ni mujer, sólo la expresión sonora del dolor, del sufrimiento de hace mucho; del insoportable desconsuelo que dejó de encontrar cauce en las lágrimas, para deshacerse de tal congoja.

Es que el llanto es, a ciertos niveles, insuficiente para extirparse la lluvia de punzadas clavadas por dentro, que queman, que producen una silenciosa pero insoportable pena, urgida por salir para no pudrirse y pudrirlo todo.

Es una alternativa que surge, cuando el dolor es poco manejable.

Que la pena reviente entonces en un fino y elegante reclamo. En un sonido agudísimo que inicie bajito, como una nota musical que va abriéndose paso para recopilar todas las tristezas contenidas, como hace el agua con las piedras del río.

Un sonido humedecido apenas perceptible, que va elevando el tono hasta ensordecer todos los ruidos del universo.

Que se callen las aves, las hojas que caen o que uno pisa; que no se escuche tampoco el choque de las olas, la marea sobre la playa; que el aullido apague la respiración de los mudos, que no se oigan ni los secretos de los amantes, ni las confesiones de los muertos.

Que nada se escuche que no sea el dolor, grito perfecto, expresión de los pesares, suma de melancolías, desánimos; vehículo incandescente del reclamo, de la impotencia, del origen.

Gritar.

Volverse un entero aullido, un único y prolongado lamento que nos canse, que nos deje sin fuerzas para dolernos.

Tomo mi mochila, mi vieja libreta.

Voy hacia la cumbre.

De la serie "El de Hoy..."

24 de marzo 2005